Por Felipe Pigna
No todo era infamia en aquella década del 30. Hubo quienes se opusieron decididamente a que la historia diga que nadie levantó la voz, que todos toleraron por igual aquel régimen fraudulento, represivo y corrupto inaugurado por el golpe de Uriburu y continuado por su colega el general Agustín P. Justo. Hubo quienes, a riesgo de su vida denunciaron valientemente lo que se estaba haciendo con el país, cómo se lo estaba hipotecando y cómo se le estaba marcando un rumbo dependiente y servil en beneficio de los intereses extranjeros asociados a una ínfima minoría y detrimento del resto.
En aquella época de miseria, desocupación, de ninguneo del pueblo y de «fraude patriótico» como llamaban los dueños del poder a su persistente práctica electoral, argumentando que trampeaban las elecciones para salvar a la patria de la chusma radical o socialista, hubo un movimiento obrero combativo que comenzó a recuperarse y a combatir el modelo económico y social vigente y hubo personalidades políticas de la talla de don Lisandro de la Torre que desde el Senado de la Nación denunció al riñón del poder dejando a la luz sus negociados más escandalosos. La piedra de toque fue el Pacto Roca Runciman, firmado por el vicepresidente argentino, el hijo del «conquistador del desierto» en Londres el 1 de mayo de 1933. La histeria que había dominado a la clase dirigente argentina tras la firma del Pacto de Otawa entre Gran Bretaña, sus colonia y ex colonias, que reducía notablemente la cuota de compra de carne argentina, la llevó a aceptar concesiones lindante con la deshonra y transmitir a la sociedad de la época y la historia la inexacta versión de que no había otra alternativa que someterse a los designios de su Graciosa Majestad. El pacto benefició a un pequeñísimo grupo de criadores invernadores vinculados al gobierno y a unos pocos frigoríficos extranjeros y perjudicó notablemente a miles de pequeños y medianos productores agropecuarios y los frigoríficos de capital nacional.
Lisandro, tomando las demandas de estos sectores y en defensa de los intereses nacionales comenzó una prolija investigación sobre el negocio de la carne en nuestro país y comenzó a denunciar en el Senado al frigorífico Anglo por evasión impositiva y explicarle al país el entramado de la corrupción que implicaba directamente a funcionarios del presidente Justo. «Si en Estados Unidos, en Australia o en África del Sur, empresas extranjeras monopolizaran el comercio de carnes en esta forma, y despojaran a los productores de la mayor parte del fruto de su trabajo, creo, sin temor de exagerar, que verían muy pronto sus establecimientos destruidos.»
Tras una minuciosa investigación De la Torre había llegado a la conclusión de que el Frigorífico Anglo había incurrido en delitos contra el Estado, concretamente fraude y evasión impositiva, y que esa irregularidad había sido tolerada por los ministros Federico Pinedo de Hacienda y Luis Duhau de Agricultura que concurrieron al Senado ante el requerimiento del senador santafecino. Las barras estaban llenas de gentes del pueblo que iban a apoyar al valiente democrata-progresista. En plena sesión el ministro Duhau amenazó públicamente a De la Torre diciéndole: «¡Ya pagará todo esto el señor senador punto por punto!… ¡Ya pagará bien caro todas las afirmaciones que ha hecho!» . Pero lo increíble, lo que nunca se había visto en el recinto de ningún senado del mundo estaba por llegar. El 23 de julio de 1935, mientras Lisandro seguía despejando todas las dudas sobre la complicidad del gobierno en general y los ministros en particular con el negociado de las carnes cuando, según el relato del diario La Prensa, en un momento de su alocución Lisandro fue empujado por el ministro Duhau y cayó al piso al ver lo que había provocado escapó de la escena cayendo él también al piso. Se produjo un griterío y que fue acallado de pronto por el sonido de disparos que dieron de pleno en Enzo Bordabehere el compañero de De la Torre, el senador electo por Santa Fe, quien había tratado de interponerse entre don Lisandro y su atacante.
El atacante comenzó a huir pero fue detenido por el agente de policía Cofone quien lo entregó al subcomisario Florio que dispuso su inmediato traslado al departamento central de Policía. Allí fue reconocido inmediatamente por los Palacios y Cantón, y se pudo entonces identificarlo: su nombre era Ramón Valdéz Cora, tenía 42 años y había sido comisario de Vicente López. Su foja de servicios no lo dejaba muy bien parado: había sido procesado por estafas reiteradas, extorsión a prostitutas y falsificación de documentos. Era «mano de obra ocupada» por el Partido Demócrata (que era el curioso nombre que se daba entre nosotros el partido conservador), y un hombre de confianza del señor ministro de Agricultura Luis Duhau.
Al prestar declaración ante el Juez Miguel Jantus, Valdez Cora reconoció la autoría del atentado que le costó la vida e Enzo Bordabehere. Nada dijo de los autores intelectuales del crimen, pero señaló que actuó al ver que eran agredidos «sus amigos políticos».Fue condenado a 20 años de prisión pero quedó en libertad en 1953 por «buena conducta». Los instigadores y responsables directos del crimen, como correspondía a gente de su «alcurnia y prestigio» gozaron de la más absoluta impunidad judicial y gozan de cierta impunidad histórica otorgada por aquellos que necesitan que olvidemos el episodio porque es una foto nítida de aquella desgraciada década infame y de aquella clase dirigente argentina.
Al mediodía del 5 de enero de 1939, dos años después de haber renunciado a su banca de senador, quizás recordando a su admirado Leandro Alem, puso fin a su vida disparándose un balazo al corazón.
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